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martes, 1 de enero de 2013

Cosmópolis: Destino polarizado


En “Cosmópolis”, David Cronenberg adapta con maestría la novela de Don DeLillo, esbozando un filme tan físico como hablado, tan nihilista como secretamente humano. 

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Entre otras cuestiones, 2012 será recordado cinematográficamente por contar entre sus “películas del año” con dos filmes con limusina: la aquí tardíamente estrenada Cosmópolis y la aún no estrenada Holy motors: como si el cine sólo pudiera recuperar su lucidez en crisis sólo en un espacio interno en constante (y lento) movimiento, a lo largo de una misma jornada y con un protagonista-viajante solitario empecinado en hallar su destino.

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Con la diferencia de que si bien el filme de Leos Carax hace referencia al cine y sus “motores” de fantasía, Cosmópolis sólo lo hace de manera indirecta para disparar sus dardos, en mayor medida, sobre aquello que pasa “afuera”: el apocalíptico contexto mundial simbolizado en aquellas turbulencias callejeras neoyorquinas que el capo bursátil Eric Packer (Robert Pattinson, tal vez en el mejor papel de su hasta ahora vampírica carrera) observa desde su limusina a la vez que frecuenta amantes, se encuentra y desencuentra con su reciente esposa y asiste a una sesión de proctología.

Y habla: en el filme de Cronenberg se habla mucho, y de ahí que se lo haya acusado de ser demasiado literal con respecto a la novela homónima de Don DeLillo en que se inspira: en su primera mitad abundan las sentencias iluminadas y nihilistas sobre el estado de cosas presente, principalmente de boca de Packer y de su asistente teórica Vija Kinski (Samantha Morton), quienes consideran el afuera alborotado por la visita del presidente como un exterior residual, prescindible, decadente: “No es original”, dice Kinski mientras observa junto a su jefe a un manifestante anarquista.

En la novela de DeLillo, publicada en 2003, abundan esos latiguillos filosóficos, rasgo característico de un autor que siempre exploró los lazos entre política y tecnología, literatura y actualidad: “El pueblo será absorbido por los flujos de la información”, “Cuanto más visionaria sea la idea, más gente dejará tirada por el camino”, “La cultura del mercado es total”, “Toda esta gente sólo es una fantasía creada por el mercado”, “El dinero genera el tiempo” son algunas de las consignas de a ratos luminosas y de a ratos con demasiado aire a eslogan que se leen en el libro y que Cronenberg hace que salgan de la boca de sus personajes casi como globos de historieta, haciendo suyos los textos de DeLillo e introduciéndolos en un contexto poderosamente oscuro y seductor.

“Siempre le doy importancia a los diálogos, de diferente manera según el filme”, aclaró Cronenberg en una nota. Y agregó: “Incluso en películas tempranas mías como Shivers, el diálogo es bastante excéntrico (…) Es algo que disfruto. Para mí, el diálogo es cine”.

Tal declaración no habría que entenderla como una defensa del diálogo cómo mera transmisión de mensajes, en este caso adoctrinantes, sobre cómo Packer/Cronenberg considera que opera el capitalismo tardío y su poderío bursátil-informático: en Cosmópolis la conversación es también superficie, tanto como los tapizados de la limusina de Packer y esa extraña pantalla que éste manipula, reminiscente de las épocas “bizarras” de Cronenberg, de películas como Videodrome, Scanners o eXistenZ.

“Muchos directores amagaron con adaptar las novelas de DeLillo, pero después no pasó nada. Eso fue algo que me atrajo, saber que fui el primero en liberar los diálogos de Don por el mundo. Ese diálogo estilizado marcó la base de todo, incluido el aspecto visual de la película”, dice Cronenberg, comprobando ese vínculo decisivo entre los discursos de los personajes de la película y el cautivante mundo estético que habitan.

Corte final
Lo más curioso del asunto, en todo caso, es que Cosmópolis, el libro, fue una de las novelas más despreciadas por la crítica entre las que escribió DeLillo, responsable de obras decisivas de la literatura contemporánea estadounidense como Submundo, Ruido de fondo y Libra. No ocurre así con la película de Cronenberg, que ha sido muy bien recibida, considerada un guiño a sus inicios desde el pedestal de su reciente condición de director “clásico”.

La maestría del realizador se hace evidente más que nada en la manera en que resuelve en pantalla las dos dimensiones de Cosmópolis, la novela: la posmoderna y la humanista. En un principio, lo que Cosmópolis sugiere, desde su desafiante personaje millonario, gélido e híper lúcido, es la realidad de un mundo predecible, reducido a números y cifras, a mera información: desde el interior de su limusina insonorizada, Packer está más allá de todo, incluso del tiempo. Es casi un “vampiro”, un ser errante.

Y esa es también su perdición, la que resuelve la última parte del filme, cuando el protagonista se acerca a la peluquería de infancia donde se cortará el pelo: Packer busca algo definitivo, algo radical que no puede hallarse en el sexo, las drogas, el dinero. Pattinson representa la tragedia (pos)moderna: su tabú es la muerte, lo único real es su mortalidad. Ese salto al vacío, ese vértigo interno tan opuesto al andar de la lenta limusina es lo que le termina de conferir a la película su dimensión más interesante y extrañamente humana, tensión que en la prosa quirúrgica y ballardiana de DeLillo pasaba desapercibida, amortiguada por una narración demasiado distante.

Mención aparte, claro, para las “películas con limusina”, que por otra parte no estaría mal señalar como un signo de época, cuando las barreras entre el afuera y el adentro, lo asbtracto y lo concreto, lo público y lo privado, parecen más distantes y a la vez más cercanas que nunca.

LaVoz | Via | PattinsonWorld 
 

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